Fragmento 3 - El adiós necesario




Con el paso de los días, don Ramón se acostumbró a tener compañía. El perro lo seguía al barrer, lo esperaba al amanecer y lo acompañaba de regreso a casa cuando las luces del parque se encendían.
El viejo, sin darse cuenta, empezó a hablar más, a mirar más, a vivir un poco. —Vos no sabés lo que hacés —le decía sonriendo—. Me hacés creer que todavía hay algo bueno aquí para mí.
Llegó una mañana fría y el perro no apareció. El parque amaneció vacío, envuelto en neblina. Don Ramón lo buscó por todas partes, hasta que escuchó voces en la esquina de la catedral.
Una familia estaba agachada junto a un perro que movía la cola débilmente. —¡Es él! —dijo una niña, llorando—. ¡Papá, es Zoé!
El hombre levantó la vista y vio a don Ramón acercarse con una mirada extrañada. Don Ramón entendió de inmediato.
La familia lo había perdido meses atrás; se había escapado cuando se mudaron a las afueras de Comayagua. Habían pasado semanas buscándolo. Y todo ese tiempo, el perro había encontrado refugio con él.
El padre le dio las gracias. La niña, abrazando al perro, le sonrió. —Lo cuidó muy bien, señor. Mire cómo le brilla el pelo. Don Ramón bajó la mirada y asintió. —Él me cuidó a mí —dijo con voz baja.
El perro se levantó con dificultad y lo miró una última vez antes de subir al carro. No hubo despedidas, solo esa mirada tranquila que decía lo que ninguno de los dos podía expresar en palabras.
Esa noche, el parque encendió sus luces. Y don Ramón, por primera vez en mucho tiempo, las miró sin miedo.
Regresó a casa, abrió la vieja caja que guardaba en el armario, y sacó las luces navideñas.
Las colgó en la ventana, una por una. No eran muchas, apenas un par, pero bastaron para que su casa brillara. Y al ver el reflejo en el vidrio, se dio cuenta de algo: no todas las pérdidas son el final; algunas vienen solo para recordarte cómo se siente estar vivo. El perro se había ido, pero su luz se quedó.
FIN.
Con el paso de los días, don Ramón se acostumbró a tener compañía. El perro lo seguía al barrer, lo esperaba al amanecer y lo acompañaba de regreso a casa cuando las luces del parque se encendían.
El viejo, sin darse cuenta, empezó a hablar más, a mirar más, a vivir un poco. —Vos no sabés lo que hacés —le decía sonriendo—. Me hacés creer que todavía hay algo bueno aquí para mí.
Llegó una mañana fría y el perro no apareció. El parque amaneció vacío, envuelto en neblina. Don Ramón lo buscó por todas partes, hasta que escuchó voces en la esquina de la catedral.
Una familia estaba agachada junto a un perro que movía la cola débilmente. —¡Es él! —dijo una niña, llorando—. ¡Papá, es Zoé!
El hombre levantó la vista y vio a don Ramón acercarse con una mirada extrañada. Don Ramón entendió de inmediato.
La familia lo había perdido meses atrás; se había escapado cuando se mudaron a las afueras de Comayagua. Habían pasado semanas buscándolo. Y todo ese tiempo, el perro había encontrado refugio con él.
El padre le dio las gracias. La niña, abrazando al perro, le sonrió. —Lo cuidó muy bien, señor. Mire cómo le brilla el pelo. Don Ramón bajó la mirada y asintió. —Él me cuidó a mí —dijo con voz baja.
El perro se levantó con dificultad y lo miró una última vez antes de subir al carro. No hubo despedidas, solo esa mirada tranquila que decía lo que ninguno de los dos podía expresar en palabras.
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FIN.
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