Fragmento 2 - Diez años después

Illustration of Zoe the dog
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El tiempo había convertido a don Ramón en un hombre gris. Barría el parque central con la rutina de siempre, pero ya no miraba el cielo al amanecer ni se detenía a oler el café que vendían frente a la catedral.

Cada diciembre, cuando la ciudad se llenaba de luces y canciones, él observaba desde lejos, con el ceño fruncido. No era enojo, era miedo y nostalgia.

Sabía lo que dolía querer algo que la vida puede arrebatarle, así que se mantenía alejado de todo y de todos, y sobre todo el mundanal ruido. Desde hacía años, vivía con el corazón apagado, igual que las ventanas de su casa.

Esa noche, mientras recogía basura frente a su puerta, escuchó un sonido leve. Entre las sombras apareció un perro flaco, de pelaje enmarañado, que lo miraba como si lo conociera de toda la vida. —No tengo comida —gruñó el viejo, sin levantar la vista.

El perro dio un paso, luego otro, y se sentó frente a él. Don Ramón intentó ignorarlo, pero el animal no se movió. Solo lo miraba, con una calma extraña, como si le hablara sin palabras.

Al final, cansado, el hombre soltó un suspiro. —Está bien… quedate ahí si querés. Siguió barriendo. El perro lo seguía con la mirada, atento a cada movimiento.

Cuando terminó, ya era de noche. Las luces del parque titilaban en silencio. El perro lo acompañó hasta su casa y, sin pedir permiso, se acostó en la entrada.

Don Ramón lo observó desde la ventana, con un nudo en el pecho que no supo nombrar. Por primera vez en muchos años, alguien lo acompañaba. No era familia, ni amigo. Pero era suficiente.

El tiempo había convertido a don Ramón en un hombre gris. Barría el parque central con la rutina de siempre, pero ya no miraba el cielo al amanecer ni se detenía a oler el café que vendían frente a la catedral.

Cada diciembre, cuando la ciudad se llenaba de luces y canciones, él observaba desde lejos, con el ceño fruncido. No era enojo, era miedo y nostalgia.

Sabía lo que dolía querer algo que la vida puede arrebatarle, así que se mantenía alejado de todo y de todos, y sobre todo el mundanal ruido. Desde hacía años, vivía con el corazón apagado, igual que las ventanas de su casa.

Esa noche, mientras recogía basura frente a su puerta, escuchó un sonido leve. Entre las sombras apareció un perro flaco, de pelaje enmarañado, que lo miraba como si lo conociera de toda la vida. —No tengo comida —gruñó el viejo, sin levantar la vista.

El perro dio un paso, luego otro, y se sentó frente a él. Don Ramón intentó ignorarlo, pero el animal no se movió. Solo lo miraba, con una calma extraña, como si le hablara sin palabras.

Al final, cansado, el hombre soltó un suspiro. —Está bien… quedate ahí si querés. Siguió barriendo. El perro lo seguía con la mirada, atento a cada movimiento.

Cuando terminó, ya era de noche. Las luces del parque titilaban en silencio. El perro lo acompañó hasta su casa y, sin pedir permiso, se acostó en la entrada.

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